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viernes, 6 de enero de 2012

En el que Jean Passepartout se regocija en Jaisalmer.

Lejos quedaron las jornadas compartidas con el despistado detective Fix.

Tras doscientos setenta y siete días, Jean Passepartout regojizandose del esquizofrénico y excelente trabajo volumétrico del palacio Maharajá Mahal zascandileando sobre cinco bastiones de la muralla de Jaisalmer, desde la terraza de un local de comida tibetana, experimenta el sentido del viaje. Nunca ha oído hablar de Jaisalmer... ni siquiera de Jodhpur y mucho menos de Jaipur.

La ciudadela fundada por Rawal Jaisal y todo lo construido encima de la colina Trikuta es de piedra arenisca de color amarillo. La muralla cual serpiente, circunda la cota superior de la elevación. Las almenas, altas como un hombre, se alzan arrogantes. Detrás, antiguas atalayas defensivas, hoy con suerte, moradas, sondean el horizonte. Nunca en su vida vió algo tan maravilloso.

Para él, el tono, es más bien el de un amarillo áspero apagado... casi ocre pastel.

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Traduce, que la mayoría de los habitantes intramuros son Brahmins, el resto Rajputs. No es capaz de distinguir las diferencias, ni de encontrar las semejanzas, y sólo en raras ocasiones recordará el nombre del soberano fundador. Lee que la ciudad se desarrolló debido a su situación estrategica, en el itinerario de las tradicionales rutas de comercio, que con camelus dromedarius, unían La India con Arabia y Persia. Arabia y Persia, suenan bien, como a cuento de Scheherazade, sin embargo, penosamente sabría situarlas en un mapa político. A Scheherazade tampoco.

Con el deleite orgiástico que supone tener tiempo para disfrutar de la geometría de la ciudadela desde la terraza de una torre defensiva con forma Lecorbusiana de tres alturas pide amablemente un "banana lassi". Que no deja de ser un yogurt de leche de vaca y platano con apellido exótico.

...

La mesa en la que se instala acaba de ser utilizada. Es una mesa con estructura metálica tubular y superficie horizontal transparente. El no tan joven camarero con bigote y pendiente dorado, acumula en una bandeja plateada lo dejado por el anterior servicio. Introduce meticulosamente todo los desperdicios en una bolsa de plástico, y la lanza por encima del pequeño peto de piedra arenisca ocre pastel de la torre de forma Lecorbusiana de tres alturas al espacio residual de ronda, que queda entre la masa vigía y la muralla. Ayudandose de la mano y de un envoltorio de aperitivos como estropajo, rasca algunos ardites de ketchup. Sin miramientos, con el paño de fina tela rosa que embellece el respaldo de las sillas de metal y un poco de agua no gastada de una botella de plástico abandonada por algun otro cliente, limpia la mesa. Emponzoña la mesa. Al acabar, con cuidado, restaura el orden protectorrespaldorosa-respaldosilla para mejorar el secado del recién bautizado trapo. Botella y envoltorio acompañarán a la bolsa en su lento degradar.

Y el joven Passepartout, cuyo objetivo imaginario vital era hacer los coros a David Bowie interpretando Space Oddity, experimenta el sentido del viaje. Una vaca a lo lejos cornea a otro disfrazado turista desorientado.


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